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(Nota y traducción de Marco Antonio Campos)
Confabulario 09 de octubre de 2004
Si conocemos los dramáticos meses finales de Rimbaud es ante
todo por su hermana Isabelle, quien estuvo devotamente próxima a él día
tras día: desde su llegada en agosto a la granja familiar de Roche,
cerca de Charleville, hasta su muerte en el hospital de la Concepción ,
el 10 de noviembre de 1891. Isabelle, la llamada "hermana de devoción",
relató sus recuerdos en dos textos: éste, Mi hermano Arthur, de 1892,
escrito en la granja familiar, y el otro, Reliquias, de 1897, donde
quiso, hasta la invención y la fantasía, preservar una imagen
intelectual, moral y física grandiosas del hermano. Desde el año de su
muerte, y sobre todo a partir de 1895, con la publicación de las Poesías
completas, preparadas y prologadas por Paul Verlaine, empezó a crecer
el mito Rimbaud, e Isabelle buscó dar del hermano menos el retrato de
una persona que el de un personaje: alguien entre el ángel y el
superhombre. Mi hermano Arthur es un texto que uno lee divertido por las
mentiras y fantasías, pero al mismo tiempo, comprendiendo la ingenuidad
provinciana de la hermana, con una sonrisa de piedad. Para Isabelle, su
hermano Arthur es el gran explorador, el sabio enciclopédico, la
inteligencia más dotada, el políglota que habla todos los idiomas
europeos y muchos del África, el conversador que hechiza dondequiera a
los interlocutores, el franciscano que se despoja de sus ropas y de su
dinero para dárselos a los pobres, el asceta que no se permite ningún
lujo inútil, el hombre de una fuerza inusitada al que es imposible que
ninguna gavilla le robe una sola mercancía, aquel ser fuera de lo humano
a quien en el África los moradores llamaban El Justo y El Santo. En
suma, alguien que fue para ella simple y sencillamente: "mi ángel, mi
santo, mi amado, mi alma".
Hasta 1981, cuando fui a Charleville, los restos de Isabelle
yacían en la cripta familiar, pero su nombre no estaba escrito en la
lápida, porque, según el parecer de los habitantes de la ciudad, contó
"muchas mentiras sobre su hermano". Es una estupidez y una mezquindad
ilimitadas. Como decía Pierre Petitfils en su notable biografía sobre Rimbaud, reprobando a los censores de Isabelle: "Antes de burlarse se necesitan comprender".
I
Lo vi aquí, cuando vino a nuestra casa por última vez. Inolvidables
jornadas, vigilias y noches, ¡que no volverán jamás, jamás, jamás,
jamás!
Yo sostuve su cuerpo vacilante. Llevé en mis brazos
este cuerpo sufriente y desfalleciente. Guié sus salidas y vigilé cada
uno de sus pasos: lo conduje y acompañé a donde quiera que quiso: lo
ayudé siempre a entrar, a subir, a descender; alejé de su único pie la
trampa y el obstáculo.
Preparé su asiento, su cama, su mesa. Bocado a
bocado, le di algo de comer. Puse en sus labios el vaso para que
bebiera, a fin de que su sed se saciara. Seguí con atención la marcha de
horas y minutos. En el instante preciso, le daba cada una de las
pociones ordenadas. ¡Y cuántas veces al día! Emplee las jornadas para
tratar de distraerlo de sus pensamientos y de sus penas. Pasé las noches
en su cabecera: hubiera querido dormirlo haciendo música, pero la
música lloraba siempre. En plena noche me pedía que fuera a cortar la
amapola adormecedora, y yo iba. En las tinieblas me daba prisa y
preparaba luego brebajes calmantes, que él se bebía...
las vigilias recomenzaban durando hasta la mañana. Y
cuando lograba dormir, me quedaba cerca para mirarlo, para quererlo,
para rogar, para llorar. Si partía al alba, aun sin hacer ruido, se
despertaba de inmediato y su voz, su amada voz, me llamaba. Y yo acudía
en seguida cerca de él, feliz de poderlo aún ayudar.
¡Cuántas veces, en el curso de las mañanas, cuando al fin saboreaba
cierto reposo, me quedaba horas, la oreja pegada a su puerta, espiando
su llamado, espiando su aliento!
Ningunas manos como las mías lo cuidaron, lo
tocaron, lo vistieron, lo ayudaron en su sufrir. Nunca ninguna madre
pudo sentir más viva solicitud por su hijo enfermo... Él me hablaba del
país que acababa de dejar y me contaba sus trabajos. Tenía también mis
recuerdos del pasado y de la dicha perdida. Y sus lágrimas caían
amargas, abundantes. Trataba de calmar su pena sin lograrlo, sabiendo
que ya la vida no le sonreiría más; e impotente para darle consuelo,
mirando, muda, caer sus lágrimas, veía al mismo tiempo hundirse cada día
más sus mejillas pálidas y alterarse su admirable rostro.
A menudo él me preguntaba quién en su lugar -él,
tan bueno, tan caritativo, tan recto- habría podido soportar todos estos
males atroces. Yo no sabía qué responderle. Tenía miedo y tengo miedo
aún, de estar en su lugar.
¡Ay de mí!
Lo ayudé a morir, y él, antes de dejarme, me quiso enseñar la verdadera dicha de la vida. Muriendo, me ayudó a vivir.
II
Allá abajo, más allá de los mares, en las montañas
etíopes, bajo el tórrido sol, entre el viento abrasante que seca los
huesos y altera las médulas, ¡qué de fatigas no soportó! Ningún europeo
antes de él intentó llevar a cabo los trabajos a los que se vio
obligado. ¡Cuántos esfuerzos incesantes! ¡Cuántas andanzas!
¡Oh! Ese viaje fatal de Tadjourah a Choa y a
Abisinia. ¿Qué mal soplo pudo respirar en esas funestas regiones? ¿Qué
ángel maligno lo condujo? Por más de un año, sí, por más de un año,
padeció allí, en su cuerpo como en su espíritu, todas las pruebas y los
hastíos posibles. ¿Y cuál compensación como reciprocidad? Conoció todos
los desencantos: un desastre completo.
La enfermedad había merodeado en torno de él. Como
un reptil venenoso lo enlazó y, poco a poco, insensible pero firmemente,
fue conduciéndolo sin que él se apercibiera, a la catástrofe final.
-¡Adelante, coraje! Tú no has sido feliz al lado
del rey. ¡Y bien! Redobla tus esfuerzos, multiplica tus facultades, sal
de las vías comunes. Nada del don de la inteligencia y la fuerza del
común de los hombres. ¡Oh, no! Hay en ti un genio excepcional. La
centella divina deparada a cada uno de nosotros es en tu alma un fogón
incandescente, una luz deslumbrante que penetra íntegra en todas partes.
Y lo que hace tu fuerza es la voluntad vehemente y osada a la cual
sometes tus músculos y tu pensamiento, sin escuchar sus quejas ni su
necesidad de reposo. Trabaja, tú que tanto has trabajado. ¡Instrúyete,
tú que eres una enciclopedia viva! Después de las jornadas abrumadoras,
dedica una parte de las noches a estudiar los múltiples idiomas
africanos, ¡tú que hablas con soltura todas las lenguas de Europa! ¡No
encuentra ningún gusto en comer ni beber, ni en los otros placeres de
los que se sustentan los demás blancos! ¡Pon bien atención! ¡Lleva una
vida ascética!... Unos minutos bastan para tus comidas, y durante once
años, no calmas tu sed sino con agua. Cuando te reúnes con amigos es
únicamente para hablar de negocios y de noticias que interesan a todos. A
veces un poco de música, muchas luces, pero siempre gobernando todo con
tu conversación incomparable, que sabe por sí sola amenizar y encantar a
aquellos que tienen el honor de ser admitidos en tu casa. La pureza de
tus costumbres es ya leyenda. Nunca un ser de lujuria ha franqueado tu
umbral y tus pies nunca han entrado en una casa de placer... ¡Sé bueno,
sé generoso!... Tu obra benefactora se conoció, aun lejos. Cien ojos
acechan tus salidas cotidianas. En cada recodo del camino, detrás de
cada matorral, en la ladera de cada colina te encuentras con pobres. ¡Oh
Dios, qué legión de desdichados! Das a aquél tu gabán, a ese otro tu
chaleco. Tus calcetines y zapatos son para aquel cojo con los pies
sangrantes. ¡Y he aquí otros! Distribúyeles todas las monedas que tienes
contigo: thalaríes, piastras, rupias. ¿Ya no hay nada para ese viejo
aterido? Sí. Dale tu camisa. ¡Y si ya estás desnudo y te encuentras
todavía a pobres, los llevarás a tu casa y les distribuirás los
alimentos de tu comida! En suma, te desposeerás de todo lo superfluo y
aun del bienestar para venir en ayuda de todos aquellos que, a tu paso,
tienen hambre o frío... Para ti mismo, sé estrictamente ahorrativo. Nada
de gastos inútiles ni menos de lujos inútiles. ¿Quién ha construido y
fabricado los muebles de tu vivienda? Tú mismo. Posees, pues, el secreto
de los artesanos. Conoces asimismo el arte del labrador: has sembrado
en tierra semillas europeas, y en tus jardines de cafetos, entre tus
plantas de bananos, se entremezclan, vigorosas y magníficas, las
legumbres más exquisitas de los huertos de occidente. Tu industria y tu
labor son fecundos en todos sentidos... ¿Quién es esta indígena que se
entrega a los cuidados más diversos de la casa, del patio y de los
almacenes? Es tu sirviente fiel, aquel que, después de ocho años, te
venera y te quiere obedeciéndote. Es Djami.
Oh bienamado, ¿quién podría odiarte? Tú eres la
bondad, la caridad mismas. La probidad y la justicia están en tu
esencia. Y además hay en ti un encanto indefinible. En torno tuyo
repartes no sé qué atmósfera de dicha. Donde quiera que pasas se respira
un perfume delicioso, sutil, penetrante. ¿Qué talismanes llevas? ¿Eres
mago? ¿Qué alas poderosas has creado para cernirte como lo haces por
encima de todos?... ¿Pero qué locuras digo? Eres bueno , y he allí toda
tu magia, ¡oh amado ser predestinado!... ¿Al menos eres feliz? No, el
país de tus sueños no existe en esta tierra. Ha recorrido el mundo sin
encontrar el sitio correspondiente a tu ideal. Hay en tu alma y en tu
espíritu perspectivas y aspiraciones más maravillosas que las que pueden
ofrecer las comarcas más seductoras allá abajo.
Pero uno se apega al país done más se ha penado,
donde más se ha sufrido, siempre haciendo el bien. Por eso Adén y Harar
están inscritos desde ahora en tu corazón. Habrán matado tu cuerpo, ¿qué
importa? Tu recuerdo quedará más allá de la muerte. Adén, roca
calcinada por un sol perpetuo: Adén, donde el rocío del cielo no
desciende sino una vez cada cuatro años; Adén, donde no crece una brizna
de hierba, donde no se encuentra una umbría; Adén, la estufa donde los
cerebros hierven en los cráneos que estallan, donde los cuerpos se
secan... ¡Oh! ¿Por qué amaste a este Adén al grado de desear que tu
tumba estuviera allí?
Harar, prolongación de montañas abisinias: frescas colinas, valles
fértiles, clima templado, primavera perpetua, pero también vientos secos
y traidores que penetran hasta la médula de los huesos... ¿Exploraste
lo suficiente tu Harar? ¿Hay en toda esa región un rincón que te haya
sido desconocido? A pie, a caballo o en mula recorriste todos los
sitios... ¡Oh, las cabalgatas insensatas a través de montañas y
llanuras! ¡Qué fiesta sentirse arrebatado raudamente como el viento
entre desiertos de verdor o rocas! Con más viveza que un fauno recorres
los senderos de los bosques; rozas ligeramente, como un silfo, el suelo
móvil de los pantanos... Y tus caminatas intrépidas, desafiando a los
indígenas en audacia, en soltura, en agilidad... ¡Qué alegría arrojarse,
con la frente descubierta, por valles de lujuriosa vegetación y trepar
montañas inaccesibles! Qué orgullo poder decirse: "¡Sólo yo he podido
subir hasta aquí y ningunos pies, sino los míos, han pisado hasta ahora
este suelo inexplorado!" ¡Qué felicidad, qué delicia sentirse libre, de
recorrer sin trabas, con el sol, con el viento, con la lluvia, montes y
valles y bosques y riberas y desiertos y mares...!
Oh, pies viajeros, ¿encontraré de nuevo vuestras huellas en la piedra o en la arena...?
¿Encontraré de nuevo, sobre todo, las huellas de los trabajos ejecutados
con un valor inaudito? Las innumerables cargas de café, los bultos
preciosos de marfil y los perfumes tan penetrantes de incienso y de
musgo. ¿Y las gomas y los oros? Todo comprado en inmensas extensiones
del país, después de recorridos agotadores o de cabalgatas que destrozan
los miembros. Y no había nada, salvo comprar. Y cuando los naturales
entregaban sus productos, ¿no había que pesarlos, someterlos a variadas
preparaciones y embalarlos para su expedición en caravanas hacia la
costa, donde no llegan completos y en buen estado sino a costa de mil
esmeros, de mil preocupaciones y de angustias mortales? ¿Quién podría
enumerar lo que hicieron dos brazos enérgicos, como nunca hubo otros
brazos, sin desanimarse ni descansar en el curso de once años? ¿Quién
podría explicar las ingeniosas combinaciones de este cerebro más dotado
que ningún otro? Y además, ¡cuántos fastidios y tormentos en medio de
negros holgazanes y obtusos! ¿Cuántas inquietudes para las caravanas en
las largas jornadas mientras atraviesan el desierto! Los camellos y las
mulas de carga, que llevan una fortuna, son confiados a la vigilancia y a
la dirección del árabe, empresario de transportes. Mil peligros acechan
en la soledad de la ruta. Además de lluvias y vientos, están la caza
mayor, los leones, las panteras; están, sobre todo, los beduinos, tribus
errantes y malvadas de malhechores, los dankalíes, los somalíes...
Mientras la caravana avanza lentamente hacia el mar, el patrón, el
negociante, que se quedó en su factoría para llevar a cabo nuevas
transacciones y reunir los elementos de un nuevo convoy, piensa sin
cesar aterrorizado que el fruto de su tarea de gigante está expuesto a
perderse sin remedio cada minuto de días y noches. Siente su cerebro
contraerse de angustia y la fiebre recorre su cuerpo. Noche a noche su
cabello encanece. Calcula el trayecto recorrido y el que falta por
recorrer, mientras la inquietud lo devora. Y este suplicio durará un
largo mes, el mínimo requerido para que la expedición vaya y regrese.
En estas transportaciones aventureras, la mayor
parte de los negociantes han sufrido pérdidas, a menudo considerables.
Dinero, mercancías, aun a veces servidores y bestias de carga, que se
vuelven botín de los acechadores del desierto. Mi bien amado hermano
nunca perdió nada; salió victorioso de toda dificultad. La más dichosa
intrepidez presidía sus empresas, que tenían éxito más allá de sus
esperanzas, gracias a su reputación de benefactor que se había extendido
de montaña en montaña, a tal grado que, en vez de apropiarse de las
riquezas de aquel a quien llamaban El Justo y El Santo, los nómadas
beduinos se ponían de acuerdo para proteger cada caravana suya.
El oro se atesora; la fortuna viene, arriba. El
porvenir es seguro. El enemigo, es decir, la pobreza, las labores
desagradables, la soledad y el hastío, el enemigo ha sido derrotado.
Basta extender la mano para coger la palma, la recompensa de tantos
esfuerzos sobrehumanos...
III
Tendido para siempre, sufriendo sin tregua el más atroz martirio en su
lecho de dolor, en el fondo de su pequeño cuarto ensombrecido por la
proximidad de la galería de piedra y de plátanos frondosos, ¡cuánto
aprendí de él! En cuatro meses me enseñó lo que otros en treinta años.
Le debo saber qué son el mundo y la vida, la dicha y la infelicidad. Sé
lo que es vivir, lo que es sufrir, lo que es morir. conozco también la
delicia que se llama sacrificio, y por encima de todo, sentí la alegría
inefable de amar de modo absoluto a un ser de mi sangre y sagrado -¡oh
la ternura fraternal de esencia pura y divina!-, de amarlo en el goce,
en la prueba, en la desdicha, precipitándome de espíritu y de corazón
hacia él; de amarlo en el sufrimiento y en la enfermedad para ya no
abandonarlo; de amarlo en la agonía y en la muerte, asistiéndole sin
debilitarme, y ejecutando, más allá de la muerte, su voluntad, sus
sencillas recomendaciones, y si Dios quisiera, muriendo poco después de
él, de la misma muerte que la suya, para tranquilizar así a su inquieta
alma que temía que yo lo olvidase sobre la tierra.
¡Olvidarlo, nunca! ¿Podría olvidar yo mi felicidad,
olvidar a aquel que hizo nacer mi alma a una vida divina? ¿Pero acaso
no está él íntegramente en todas partes, y en todos los horizontes
maravillosos que me descubrió. Él, mi ángel, mi santo, mi amado, mi
alma?... Sí, mientras más reflexiono, más creo que los dos teníamos la
misma alma. Muerto él, no es seguro que yo pueda vivir.
Me vuelvo a ver muy niña, en la época de su primera
partida, en septiembre de 1870. Era ya muy noche. Bajo las grandes
avenidas de castaños, en Charleville, la muchedumbre en tumulto se
apretaba para tener noticias de la guerra, y no se hablaba, ¡hay!, sino
de derrotas. Repentinamente, por encima de todos los ruidos, se elevó un
canto, viril, solemne, vibrante llamada a las armas por la patria. Aún
ignoro cuáles artistas entonaron esa noche aquellos cuentos sublimes.
Desde entonces no he oído nada tan bello ni tan conmovedor. Pero yo,
pequeña, grano de polvo en la multitud, no asocié ese canto con la
Francia en peligro. La mitad de mi alma me había sido arrebatada y había
partido con él, lejos del hogar y de la seguridad. Y los llantos de
desesperación atestiguaban ya la enorme parte de mí misma que había
huido.
Desde entonces lo seguí por dondequiera a través
del mundo, en pensamiento, en sufrimiento, en gozo, sin forzar mi
voluntad, casi a pesar mío. En los días duros, cuando él soportaba el
frío, el hambre, sufría con él. Mi espíritu ansioso no podía descansar
en ningún sitio. Positivamente, sí, sentía una parte de mí misma en
desamparo.
Viví asimismo noches de extravío y delirio. Mi alma lloraba
maltratada. Oía extrañas armonías, zumbidos misteriosos. Vagas y
dolorosas visiones danzaban delante de mí. Aquellas noches velos de
nieve rodeaban mis sentidos y mi imaginación. No sabría definir mis
impresiones. Temblaba y la fiebre me ardía.
Estaba con él entre la niebla gris o bajo el sol
pálido de Londres, o bajo el cielo azul de Italia, o en las nieves del
San Gotardo. Seguía con él las grandes rutas. Atravesábamos bosques y
praderas. Un mes entero erramos en la atmósfera quemante de Java. Mis
ojos aún están llenos de cosas y de paisajes maravillosos de aquel país.
Veo aún a los isleños pequeñitos y amarillos en el resplandor de sus
campos...
Estaba todavía a su lado en el Cabo de Buena
Esperanza, cuando la horrible tempestad se aprestaba a engullirlo.
Cerraba los ojos de espanto, mi cabeza se rompía: yo también estaba a
punto de zozobrar.
¡Y los regresos! ¡Ah, qué alegrías delirantes! ¡La dicha de encontrarse
entera y perfecta, después de haber sufrido largo tiempo la ausencia de
la mejor parte de mí misma! Porque él era muy superior a mí; me
dominaba, como el más bello y noble árbol de la Creación dominaría a la
más diminuta brizna de hierba. Pero me quería tiernamente, y yo me había
apegado a él igual que un pequeñísimo polvo de plata que un artista
divino habría vaciado en el molde de una colosal estatua de oro.
Conocía sus obras sin haberlas leído nunca. Yo las
había pensado. Pero yo, ínfima, no habría podido expresarlas con su
verbo mágico. Admiraba y comprendía, eso era todo.
Salía de la infancia cuando él entraba en la edad
viril. Poseíamos la plenitud de nuestra fuerza física y de nuestras
facultades intelectuales. Entonces el destino nos separó. Miles de
kilómetros se interpusieron entre nosotros.
Por separado cada uno se puso a perseguir lo bueno y
lo bello, el honor del presente y la seguridad del porvenir. Ambos
teníamos (él como hombre, yo como mujer) aspiraciones modestas y santas,
una vez que las primeras y juveniles ambiciones se apagaron. Queríamos a
la buena tener el derecho de vivir a pleno sol, en los campos sagrados
de la familia, de la dignidad, del deber.
Once años consecutivos perseguimos nuestro objetivo
sin desfallecer un instante, tan ocupados cada uno por su lado que, aun
sin olvidarnos, apenas nos hablábamos a la distancia. Nadie en el mundo
ha hecho el esfuerzo que nosotros hicimos; nadie tuvo nuestra
perseverancia, nuestro valor. Las fatigas corporales, que soportamos uno
y otra son inauditas, más allá de las comunes posibilidades humanas.
Los trances morales bajo los cuales vivimos no han sido nunca padecidos
con tal valor por los otros mortales. Siempre trabajamos sin debilidad,
sin vacilaciones, sin permitirnos la menor distracción ni el menor
relajamiento. No saboreamos ninguno de los placeres de los que los
jóvenes no se privan. Ninguna existencia fue más austera que la nuestra.
Los carmelitas y los trapenses han tenido más alegrías de las que a
nosotros nos fueron otorgadas. Y no ha sido por salvajismo o avaricia
que llevamos ese género de vida. Era porque estábamos absorbidos por la
visión del objetivo santo y noble y concentrábamos todos los esfuerzos
para alcanzar ese objetivo. Éramos buenos, caritativos, generosos. No
podíamos ver la miseria y el infortunio sin apiadarnos y socorrer en la
medida de nuestra fuerza. Éramos probos. ¡Que aquél a quien le hicimos
mal voluntariamente se levante y nos arroje la primera piedra!
Creíamos en la virtud de los otros, porque la
nuestra era inquebrantable, y no podíamos sospechar que aquellos que
habrían debido ayudarnos, sostenernos y amarnos, nos pudieran
traicionar, mentir, destrozar. Teníamos horror de la mentira, y
amábamos, sí, amábamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¡Ah,
qué ingenuos éramos para un siglo así...! Pero callemos. ¡No hay que
reblandecerse! Lo que creíamos e hicimos estuvo bien. Y si fuera
necesario recomenzar la vida, actuaríamos de la misma forma.
Como un palacio espléndido que un arquitecto de
genio único edifica piedra sobre piedra con amor y perseverancia
maravillosos, y que, al llegar al remate, mientras adhiere en la cúpula
el último emblema dorado, se cree, por una edificación tan gloriosa, al
abrigo de los sacudimientos del mundo, siente de pronto derrumbarse la
obra y queda sepultado bajo el peso de preciosas materias, ¡de igual
modo nuestras esperanzas y nuestro porvenir se quebraron repentinamente!
El monumento elevado con tanto esfuerzo y esmero se abatió sobre
nuestras cabezas, y nosotros, heridos de muerte, quedamos entre los
escombros... ¡Implacable irrisión!... Fue el náufrago en el puerto, el
rayo que en un parpadeo destruyó la catedral que generaciones modelaron
laboriosamente, la granizada que asoló en un instante el primer día de
la cosecha los tesoros acumulados por el sol y el rocío de todo un año.
Juventud, trabajo, prosperidad, salud, vida, todo se perdió, todo se ha
acabado...
Y es así, que a mil leguas de distancia el uno del
otro -él, en un país de negros bajo un sol de oro y de umbrías
encantadas, yo en un frío y oscuro campo francés-, probamos, casi en el
mismo momento, en el instante preciso en que el objetivo de la santidad
iba a alcanzarse, en un orden diferente y por razones diferentes, el
aniquilamiento irremediable de nuestras radiosas esperanzas (y pese a
todo tan legítimas). Para ambos, simultáneamente, sonó la hora de la
Desdicha , irrevocable.
Roche, 1892.
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